En la apertura de las sesiones legislativas, Milei desempolvó la siempre redituable categoría nixoniana del apoyo de mayorías silenciosas a su gobierno. Silenciosas, quizás, para un oído político que no las registra. Hay un profundo desconocimiento de la derecha con respecto al cansancio de las mayorías populares. Hay algo imprevisible —además de Milei gobernando— y son las mayorías a las que se sigue apretando y verdugueando. Que haya desconocimiento y subestimación del cansancio también implica que se puede fallar cortando el cable equivocado de una bomba desconocida (que no para de explotar y no para de desplegarse y expandirse). Se subestima, se ignora y además se invita permanentemente al conflicto. Se coquetea con un catálogo de imágenes políticas sobre el conflicto que no percibe ese conflicto silencioso (y que se traga permanentemente a sí mismo) que es la implosión social.
Si quieren conflicto van a tener conflicto, avisó Milei, y su ministra de Seguridad arma y desarma teatros antidisturbios y espectacularización de cortes de calles y protestas públicas, mientras se empujan y se provincializan y municipalizan las protestas posibles por la asfixia presupuestaria. Un momento histórico en el que nadie sabe bien qué se entiende por conflicto y en qué consiste esa temeraria invitación gubernamental.
Hay un profundo desconocimiento de la derecha con respecto al cansancio de las mayorías populares.
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Hay cuatro significados distintos para la letra V que se puso de moda en estos cinco meses de gobierno libertario. La V que perdió la P que contenía (es interesante preguntarse cuándo comenzó la derrota del peronismo); la V de la que cada vez se escucha hablar menos en los discursos presidenciales sobre la economía (la idea de la recuperación que resuena al “segundo semestre” del macrismo); la V del vértigo por el abismo al que expone a la sociedad quienes agarran las curvas sin desacelerar; y la V del vórtice: no se sabe qué puede arrastrar, caotizar, este torbellino.
Es imposible saber, porque eso corresponde al terreno de la profecía o de las apuestas (o al de las editoriales y análisis políticos que tienen la actualidad de un reel de TikTok), cuánto va a durar el gobierno. Circulan especulaciones más o menos mecanicistas, más o menos probables. Pero sí se puede investigar la intensidad cargada de belicosidad de lo social implosionando. Dure lo que dure, este experimento viene con la fuerza destructora de lo irreversible. Y ahí entra con urgencia la pregunta por el riesgo de supervivencia de esa Argentina grande y excepcional que supimos conseguir, a la que se le quiere quitar el respirador artificial y colocarle el último clavo en el ataúd.
Ajuste criminal (fase superior del ajuste de guerra)
Una fila inmensa da vueltas, como una serpiente a la que no se le ve ni la cabeza ni la cola, y transmite una sensación inquietante de asfixia lenta. Puede ser la fila en un comercio que ofrece descuentos en cualquier localidad del conurbano o la cola para esperar un bondi que bajó la frecuencia y acumula cuerpos. No hace falta extenderse en una fenomenología del ajuste, en micro-partes de la crisis de la que se venía (y que se intensificó a niveles criminales con el dejar morir casi hecho axioma de gobierno, con la recesión brutal y los consecuentes despidos). Las pilas de productos al lado de la caja del supermercado, el hábito novedoso de rezarle a los electrodomésticos que, soltamos el teclado y cruzamos los dedos, aún funcionan, en medio del santuario doméstico de los que ya perdieron su vida útil y no se pueden arreglar ni renovar. Tratar de que la ropa siga tirando. Ver qué se hace con el aumento de los servicios y los vicios (entretenimientos de todo tipo y calidad: desde las plataformas y la compra de datos hasta los alcoholes). Todo lo que pasa por un teléfono celular. Todo lo que cuesta un celular, todas las miradas de rapiña sobre los celulares (y la cabeza girando 360 grados para esquivar ocasiones de arrebato), todo lo que implica quedarse sin esa conexión con el mundo. Las obras públicas grandes paradas y también las pequeñas de expansión familiar. No poder pagar el alquiler y volver a la casa de los viejos (si hay viejos y si hay casa), o caer en una pensión u hotel o tampoco poder pagarlo y caer al asfalto. Las cabezas llenas de números, de porcentajes de ofertas, de cálculos de interés y deuda: cada cabecita con su planilla de Excel. Y en estos meses que pasaron, como si faltara una vectorcito letal más de intranquilidad, la epidemia de dengue. Todo obliga a mantenerse en movimiento. Hay que armarse, como en la guerra, de paciencia para las recorridas cotidianas: para comprar alimentos (o buscarlos y pedirlos donde sea) o para esperar hasta petrificarte en la parada de un bondi o un tren que pasa menos y más cargado.
Cuando al mes le empezaron a sobrar días no se escuchó fuerte la pregunta por la inflación que, como guerra contra las vidas populares, se estaba devorando tiempo vital (horas perdidas en un millón de gestiones: a mayor inflación, más movimientos para hacer rendir el salario de laburantes empobrecidos). Pero si el mes duraba hasta el día 20, en estos brutales meses de Libertad llega a 10 o 12 (con suerte). Después de esos días comienza el endeudamiento, la búsqueda desesperada de rebusques, apuestas y magia para sobrevivir. Una transformación acelerada del calendario de las mayorías populares.
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En la historia argentina, siempre que se atentó contra el consumo popular y se desató la inflación (poco investigada como terror popular inoculado en la vida cotidiana), se pateó la caja de los truenos. Está vez salió un arlequín inédito. Podría haber salido cualquier otra cosa. Pareciera que en esta fase superior de belicosidad (con todos componentes inéditos) se quiere meter a toda la sociedad adentro (“que haya clima de ajuste”) y observar cómo se hunden aceleradamente esas fuerzas que aún flotaban. La derecha (en cualquiera de sus manifestaciones, y más aún cuando toma el Palacio), siempre transforma al país en un laboratorio. No veníamos de Noruega (la realidad efectiva que se evaporó y la realidad afectiva que no se sintió), y eso es una obviedad que no está de más mencionar: borrar los orígenes del ajuste (y borrarse del plano público y político o seguir apareciendo con la misma lógica) implica no solo dejar sin pensar la escisión entre mayorías populares y agendas políticas del campo popular, sino también desconocer todo lo que se viene haciendo (gestos, rebusques, resistencias, insistencias, etc.) para enfrentar un contexto de apriete cada vez mayor.
Si ya se venía de un ajuste de guerra (macrismo-pandemia-inflación crónica), quizás no sea del todo adecuada la idea del shock. Se vivía en una sociedad que se ajustaba cada día más y estaba cada vez más expuesta a la precariedad lacerante, con una gimnasia subjetiva y ciertos hábitos tan encarnados que hasta eran desconocidos por las propias vidas que los tenían incorporados.
Pero la nueva fase de esta guerra implica mucho más que un aceleracionismo precario: el salto no es sólo cuantitativo, es también cualitativo. Se atenta no sólo contra las formas de vida o contra las expectativas de una forma de vida (en términos del ajuste del mundo que implica cualquier ajuste económico), sino contra la vida biológica en sí: medicamentos y alimentos. Quieren, desde el Palacio, que se escuche cómo se retuerce un cuerpo (gritos, susurros, ruidos en una cabeza que no para, ruidos en el estómago que se mutean como se puede). Trastornos, malestares, enfermedades, patologías y violencias inquietantes de todo tipo (contra otros y otras, contra sí mismo) que entran en escena en esta fase de vida o muerte. Un juego de la vida o un juego del ahorcado (con la soga al cuello y más allá).
Se atenta contra la vida biológica en sí: medicamentos y alimentos.
Enrolar a toda la sociedad, movilizarla en la guerra del ajuste criminal, implica que este se sienta de manera transversal (aunque, como ya lo sabemos, existe una desigual y combinada distribución de la exposición a la precariedad y al ajuste económico). Que se sienta el corte de hábitos, la mutilación. Una sociedad convertida en un escenario bélico (con sus campos de batalla, sus retaguardias, sus trincheras, sus frentes más intensos, sus vidas heridas y aniquiladas) y en un experimento con acento argentino. Pareciera que, a diferencia de anteriores proyectos políticos de la derecha argentina, no se busca la paz de los cementerios. Este “proyecto” (si hay algo así) se sostiene intensificando la belicosidad sin pacificación.
Fusilados por las fuerzas del cielo (cómo viven las mayorías cansadas)
Milei es un personaje. La sociedad también. O, al menos, así lo creían los primeros sociólogos. Cada vez que te dicen que la sociedad no existe —como hizo célebre la Thatcher que tanto admira el presidente—, te están cagando. Sí es cierto, y por eso esa frase funciona tanto en épocas de crisis económicas profundas, que se vive como si no hubiera nada más que la familia reducida o el yo que busca salvarse. Pero esa roca gigante que cargás en la espalda y te tira para abajo te demuestra que la sociedad existe, y demasiado. La sociedad, a diferencia de la política (como nos dicen todas las semanas los editorialistas), no se resetea. No pone un cronómetro en cero y comienza una nueva era. Una sociedad puede acelerarse o ralentizarse, pero no sustituirse de un momento para el otro. Antes que una sociedad derechizada hay una sociedad cansada (espiral de inflación y espiral de cansancio: las dos flechitas para arriba y a la par). Y lejos de una sociedad pasiva, vemos ahora una sociedad intranquila. Ni shock, ni parálisis, ni anestesiamiento: hipermovilización total y hasta el final. O, quizás, una sociedad paralizada pero encerrada en una especie de gif: en un movimiento vital constante y extenuante. O un shock, sí, pero que cae sobre cuerpos ya cansados y los obliga a extremar ese cansancio, a acelerarlos y vivir en 2x.
En momentos de permanente “movilismo” de preguntas cotidianas acerca de cómo se viven los tarifazos y los aumentos a las y los laburantes (en las terminales de trenes o paradas de bondi, o a comerciantes en sus locales, etc.), es redundante seguir describiendo escenas de la vida ajustada. Hay que evitar el régimen de obviedad y salir un rato del mercado visual de clips sobre el sufrimiento popular que exponen las redes sociales y que busca entender con un golpe de vista las mutaciones de lo social. Ese régimen de obviedad parte de la creencia de que hay un único realismo popular, cuando lo que cotidianamente se percibe es que se están disputando de manera constante diferentes realismos populares (modos de vivir, maneras de ganarse el billete, formas de seguir aguantando). Hay cientos de disputas permanentes al interior de los mundillos populares; están las jerarquías de las pequeñas diferencias (los nuevos odios), pero también innumerables y silvestres gestos de onda y de solidaridad y, una vez más, la presencia pública activa de un músculo militante heterogéneo y activo en distintas protestas, paros y movilizaciones. Como se vio en la inédita, desbordante y transversal marcha federal por la educación, que hay que evitar que sea devorada por el régimen de obviedad. Quizás, en sus réplicas más o menos lejanas se pueda observar que, más que un cable equivocado, Milei tocó una fibra sensible que, aún con respirador artificial, sigue viva en la sociedad argentina: la del ascenso social. La de votar en contra del ajuste y la austeridad. Si es así, además de mirar la impactante movilización droneada, hay que agregar los efectos de quienes no se movilizaron, pero apoyaron ese reclamo.
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El cansancio no es necesariamente impotencia, pero tampoco es la precuela de una potencia política y social inédita. Es un rasgo central de lo social implosionando. En esta mutación del lazo social en la precariedad se aguanta o se soporta todo lo que el interior dé (el interior de una institución, de un barrio, de un espacio laboral, de un vagón de tren, de un bondi, de una familia, de un cuerpo, de una cabeza enloquecida). Se desplazan, hasta límites difusos e insondables, las representaciones que se tienen de lo que es “aguantar”, “tolerar”, de la “paciencia social”, etc. Desde este punto de vista sobre lo social, las preguntas como “¿hasta cuánto se va a soportar esto?” son preguntas ineficaces. Lo que habría que investigar es cómo, en qué formas, con qué cansancios, con qué violencias, con qué gastos de energías, con qué luchas, con qué maneras de sentir y relacionarse con lo público y con la crisis se fue soportando y asimilando esto y sobre qué sociedad, sobre qué nervios, ánimos y redes materiales va a seguir intensificándose esto.
Así las cosas, cansancio no es lo mismo que tolerancia, y aceleracionismo precario no es lo mismo que aguante y desinterés por la cosa pública y política. Entre otras características, lo social implosionando se devora las fronteras de lo privado y lo público, lo íntimo y lo que sucede en el exterior, la calle “real” y la calle “virtual”. Más que indiferencia, entonces, se trata de reconfiguración de umbrales de tolerancia y de percepción.
Colocar a la sociedad cansada en punto muerto (en varios sentidos de manera literal), con la búsqueda del déficit cero o con la recesión económica, no es frenar, aquietar ni anestesiar nada. No hay una sociedad pasiva, hay intranquilidad anímica, intensidades y violencias tan novedosas como inquietantes. Allí donde hay un quilombo raro, extraño, un garabato social difícil de descifrar, existe plegada una implosión. Sólo una sociología anímica y no anómica, una sociología que no perciba únicamente caos o asuma un punto de vista de Estado, puede registrar (y crear) indicadores de eso social implosionando.
No hay una sociedad pasiva, hay intranquilidad anímica, intensidades y violencias tan novedosas como inquietantes.
Desde lejos no se ve
Las mayorías cansadas e hipermovilizadas siempre tienen algo misterioso. En lugar de exigirles más, se trata de quitar vectores de cansancio e intranquilidad para que se inauguren orificios por los cuales respirar. Por eso es clave que se perciba y se sincronice bien ese diálogo de la política (de la dirigencia política “popular”) con lo social, para saber cómo, cuándo, dónde hacer el tajo que desmienta que no hay alternativa a continuar cansándose hasta el final.
Hay una paradoja de la sociedad cansada (y por eso es tan compleja como imposible la pregunta sobre la soportabilidad y sus umbrales): el límite es más interior (lo que dé el cuerpo, la cantidad de carga implosiva que pueda interiorizar y portar) que exterior (las políticas de apriete económico que se realicen). No se aguanta más, pero tenés que seguir aguantando. Hay que dar vuelta, realizar una inversión (y una inmersión) a la pregunta por el límite y el aguante (o paciencia social). Que se haga desde el interior de esas mayorías populares y no desde pueblos imaginarios (como hacen ahora también quienes gobiernan), expectativas o supuestos.
No se sabe qué puede una sociedad cansada. No sirven los pronósticos. Una hipótesis: hacen falta posibles políticos (alternativas, y no orfandad política) para no aguantar más. No se trata de que, de manera performativa, el no aguanto más, el cuerpo tomado por lo insoportable, por sí mismo, tajee posibles para dejar de aguantar y soportar. Eso es abstracción descarnada, muy alejada de las sensibilidades sociales mayoritarias (sería, además, como esperar el milagro de lo insoportable de manera mecánica). Lo insoportable, en general, reduce más de lo que inaugura. La hipótesis sería que cuando se puede delegar el cansancio (y mandar todo a la mierda) es porque se abrió previamente una posibilidad política que, ahora sí (y de manera retroactiva), ya no soporta más un momento histórico. Por eso decimos que una sociología de lo social implosionando permite ensanchar la imaginación política: contribuye a volver insoportable una situación que puede serla hasta el infinito o que puede ser alojada en una circularidad desgastante. Hacen falta nuevas canciones que escuchen esos cuerpos cansados. Y hace falta que cada una de ellas se pueda escuchar en los pocos segundos de atención disponibles.
Perros sin amo
Sin subestimar (y mucho menos cuando tienen los fierros del Estado que dicen negar, y cuando parecen estar dispuestos a todo), no vemos mileísmo (como no veíamos una “nueva derecha eficaz” durante el macrismo). Existen núcleos duros, minorías intensas y todas esas categorías que suelen utilizarse en los análisis políticos. Pero a medida que se avanza en los círculos concéntricos que van rodeando al centro libertario no hay nada más y nada menos que votantes (o ex votantes). Esto no quiere decir que no haya mayor o menor nivel de “apoyo” o diferentes formas de aceptación de lo que ocurre en ese plano político que ya venía escindido de sus vidas concretas. Esa misma situación puede durar tanto como la ausencia de posibilidades políticas reales que se abran (o al menos enunciados breves, pero audibles, que salgan y vuelvan —siempre ida y vuelta— de lo profundo de las mayorías populares). Hay padecimientos, malestares anímicos, dramas lacerantes que, paradójicamente, Milei conduce provocando caídas que en el mismo movimiento reivindica: levanta a upa a las vidas que hiere mientras las asfixia. Pero más allá de la encuestología siempre mentirosa no pensamos que esto sea mayoritario. ¿Por qué buscar desesperados a ese sujeto mileísta? Se buscan sus sujetos y se piensa en una identidad que se asemeja más a una proyección fantástica de esos integrantes del núcleo duro, pero clonados por millones. Poner el cartel que busca sujetos de Milei para analizar es alimentar un régimen de obviedad que con la buena intención de sentirse motorizados en la lucha contra el gobierno, lo que hace es reproducirlo en su misma lógica tuitera. Si antes se gobernaba mirando demasiado Villa Twitter, ahora, sin metáforas y sin soberanía (y en alianza con su dueño incluso) se gobierna efectivamente desde X.
Milei levanta a upa a las vidas que hiere mientras las asfixia.
Ampliar la mirada y ensanchar el imaginario político implica pensar que ese porcentaje de votantes se puede evaporar, o no, siempre en relación a que se puedan concebir desde otro lugar los sufrimientos populares de una sociedad cansada, precarizada y en una crisis económica terminal.
Antes que crisis de representación hay crisis de percepción: si no se mira, si no se siente, si no se comprende en profundidad la vida de millones de argentinos y argentinas es difícil generar alternativas. Pero lejos de una sofisticación teórica, un movimiento inmediatamente convoca al otro: se percibe y ya se está pensando una representación o una activación posible. No tiene mucha eficacia política la búsqueda de arrepentidos y arrepentidas o de esperanzados y esperanzadas, y muchos menos, la de explicaciones reduccionistas (si bien Milei no ganó por la batalla cultural, es cierto que se perdió por la letra E: la E de economía).
Las elecciones del 23 pasaron hace mil años, las del año próximo están a un millón de años-tarifazos de distancia. No se puede reincidir en la sustitución del calendario existencial de las mayorías populares por el calendario electoral y la interna a cielo abierto. Pongamos que, continuando nuestra hipótesis, mucho de lo que realmente existe es una esperanza porque hay que buscar la moneda. Juzgar cómo se sostiene (a nivel religioso, anímico, familiar, químico, etc.) quien sale a buscar la moneda, meterse con las ilusiones privadas que lo hacen levantarse eyectado de la cama, no muestra muchas ganas de hacer sociología anímica. La esperanza o desesperanza del que no aguanta más y tiene que seguir aguantando son también índices de sufrimiento. Cada quien afronta las catástrofes como puede (mezclando modos o eligiendo o inventando el propio). Y mientras no haya opciones seguirá esa intranquilidad presa de los tres o cuatro modos que existen para levantarte cada mañana: a las puteadas, aferrado a la estampita o foto de ocasión, rezando, pidiendo abrazos hasta la vuelta o fingiendo demencia (o denunciando que no se puede fingir demencia frente a la realidad). Una política que vaya desestimando las esperanzas de vidas ajenas (cada día más cerca del abismo) sin ofrecer otra posibilidad subjetiva a cambio no parece muy seductora. Ni las religiones se animan a tanto.
Ni Milei ni nadie tiene atados a los perros. Sucede que solo se ven y se escuchan a los que ladran y muerden. Para que la esperanza y la desesperanza se hagan fuerza pública hacen falta nuevos posibles políticos (una sociedad exhausta no parece tener fuerza para crearlos). Un posible político para dejar de aguantar y meter ahí los anhelos o para darle un sentido que te arranque de la desesperación y reemplace el esforzarse (siempre presente en las mayorías populares, con los restos de un imaginario de movilidad social ascendente y con esas versiones novedosas de emprendedurismo popular y vital que desde el macrismo para acá nunca se pensó en profundidad) para estar mañana un poco mejor que hoy, del pedido suicida a sacrificarse en las puertas del Palacio que tomó la forma de Moloch.