¿Rusia o la URSS? O la Rusia soviética, si pudiéramos sostener la ambigüedad de la expresión. Entretejiendo destrucción y trazos de otra historia, rastrearemos, no la memoria plural de un país –o, mejor, de un imperio multiétnico–, sino el juego especular entre la experiencia moderna y el derrotero de un conjunto de textos “rusos”. No se trata, tampoco, de reponer la añeja cuestión que arquea la tensión entre la “modernidad” y “Rusia”; más bien, proponemos leer un plexo de hipótesis sobre la modernidad a través del ojo ruso.
Admito, no sin vergüenza, mi fragilidad: desconozco la lengua y el territorio. A merced de traducciones siempre discutibles y siendo consciente de la vastedad de una cultura que apenas descubro, me aventuré a reflexionar alrededor de los grandes conceptos de la modernidad (los que me sugestionan, en verdad): la revolución, las vanguardias, los intelectuales, la producción de un orden, la ciudad, lo político, desde un enraizamiento singular, que, obviamente, al menos en el período 1850-1930, tuvo ribetes universales. ¿Qué me apasionó de la Rusia soviética?
Lo formulo como tesis:
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La versión extrema, radicalizada, de la modernidad que anida en el país ruso. El esplendor de las vanguardias, o, como sostuvo Steiner, “las gravedades específicas, la audacia del experimento estilístico, la urgente humanidad de la literatura rusa, constituyen el único derecho a la redención en la moderna Edad Media”.
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La puesta a prueba de una idea filosófica nodal: el fin de la historia. La Rusia soviética como consumación de la vida, el trabajo y el lenguaje. El sentido del final de un bloque histórico concluso.
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Sin negar la verdad histórico-espiritual de la tesis anterior, el territorio ruso es propicio en trazos, supervivencias y fantasmas. Calibra la pregunta (post)moderna por el resto. Por ejemplo: ¿Cómo se articula una sociedad prescindiendo del eje afectivo-organizacional que provee el dinero?
Pero lo medular es la relación de extraña proximidad con América Latina. Leemos en la clase sobre el populismo ruso que dictó José Aricó: “La particularidad de trabajar sobre estas corrientes del siglo pasado es que ustedes encuentran allí, vinculados a un mundo particular que no es el nuestro, el conjunto de problemas que otros pueblos –entre otros América latina– se han venido planteando desde el siglo pasado y que aún hoy lo hacen. Porque el problema central que se planteaba en la sociedad rusa del siglo pasado era sí, siendo de alguna manera Occidente, tenía un lugar en Occidente”. Este trabajo pretende continuar la problemática que desplegó como nadie Aricó: la traductibilidad de los saberes, las ideas, las culturas, las políticas… Martín Cortés, en su fundamental estudio consagrado al intelectual cordobés, sitúa en el eje de la traducción un modo de asir la complejidad filosófica y política que discurre en las periferias del orbe capitalista. Nuestro recorrido se inscribe en la tensión entre “un mundo particular que no es el nuestro” y una sinuosa malla de preguntas (las prokliatie voprosy) que “podemos sentir como nuestras”. Basta pensar en la vibración que adquiere la cuestión gramsciana de los intelectuales en la voz rusa inteligentsia, tan distante del intelectual à la française como cercana a nuestro conocido contorno entre intelectuales y pueblo-nación (narod). Y su revés de trama: el atraso. ¿Cómo incorporarse al torrente civilizatorio de la Europa burguesa? O ¿cómo huir de esa correntada, que ya insinuaba su caudal amenazador? ¿Existían alternativas? ¿Existen ventajas, epistemológicas o políticas, en el atraso, una suerte de paradójica superioridad para los que “vienen después”? Herzen escribió: “Extraño destino el de los rusos: ver más que sus vecinos, verlo todo bajo un aspecto más sombrío y expresar audazmente su opinión”. Y un crítico actual, Dmitri Býkov: “Rusia adelante a Occidente en todo, incluso en su degradación”. Se trata de pensar la asincrónica de la historia, el hiato entre los momentos subjetivos y los momentos objetivos, y dejarse afectar por la brecha. La actualidad de la pregunta ¿Qué hacer? Chernyshevski dio con una fórmula política precisa para el atraso: aziatstvo. El reino de la arbitrariedad. E imaginó que un puñado de gente nueva podía, con su ejemplo, insuflar conciencia política (percepción de sus derechos) al pueblo. Es el tenue hilo que reúne a la inteligentsia decimonónica y las vanguardias de comienzos del siglo XX, al populismo y al marxismo. “No hay oposición entre marxismo y populismo”, escribe Claudio Ingerflom en un estudio inspirador. Aricó maquina esa articulación (¡la izquierda nacional!), ligada a la primacía de la política, que, sin embargo, vieja herencia leninista, no puede terminar de validar. La cifra es acaso una imagen: el viejo Marx aprendiendo ruso. Es una premonición y una percepción invertida. De ella emerge la sutil reflexión de Aricó, y ella, aunque varias de sus inflexiones merezcan discutirse, es un antecedente de fuste para nuestra faena.