Reflexión

Elogio del cuerpo que baila

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Un fragmento de "Ir más allá de la piel. Repensar, rehacer y reivindicar el cuerpo en el capitalismo contemporáneo", nuevo libro de Silvia Federici. "Nuestra lucha tiene que empezar por reapropiarnos de nuestro cuerpo, por revaluar y redescubrir su capacidad de resistencia y por expandir y celebrar sus poderes, individual y colectivamente", dice la autora.

Mujer que sueña, Silvia Federici (1972). Foto: Jack Hogan.
Mujer que sueña, Silvia Federici (1972). Foto: Jack Hogan.

La historia del cuerpo es la de los seres humanos: no hay práctica cultural que no se aplique en primer lugar al cuerpo. Aunque nos limitemos a hablar de la historia del cuerpo en el capitalismo, nos enfrentamos a una tarea abrumadora, ya que se han empleado muy diversas técnicas para disciplinarlo y estas han cambiado constantemente en función de las variaciones de los distintos regímenes laborales a los que ha estado sometido.

Se puede reconstruir la historia del cuerpo describiendo las distintas formas de represión que el capitalismo ha activado en su contra. Pero he decidido, en cambio, escribir sobre el cuerpo como un territorio de resistencia, es decir, sobre el cuerpo y sus poderes –el poder de actuar y de transformarse– y sobre el cuerpo como un límite a la explotación.

Hay algo que hemos perdido al insistir en hablar del cuerpo como una construcción social y performativa. La visión del cuerpo como una producción social (discursiva) ha ocultado el hecho de que nuestro cuerpo es un receptáculo de poderes, facultades y resistencias, que se han desarrollado durante un largo proceso de coevolución con nuestro entorno natural, y también de prácticas intergeneracionales que han hecho de él un límite natural a la explotación.

Cuando hablo del cuerpo como un “límite natural”, me refiero a la estructura de necesidades y deseos que se ha creado dentro de nosotros no solo a través de nuestras decisiones conscientes o nuestras prácticas colectivas, sino también a través de millones de años de evolución material: la necesidad de sol, de cielo azul, del verde de los árboles, de olor a bosque y a océano, la necesidad de tocar, oler, dormir y hacer el amor.

Esta estructura acumulada de necesidades y deseos, que durante miles de años ha sido la condición de nuestra reproducción social, ha puesto límites a nuestra explotación. El capitalismo ha luchado sin descanso para superar esa estructura.

El capitalismo no fue el primer sistema basado en la explotación del trabajo humano, pero ha intentado, más que cualquier otro sistema en la historia, crear un mundo económico donde el trabajo sea el principio de acumulación más esencial. Fue el primero en tener como premisas clave de la acumulación de riqueza la reglamentación y la mecanización del cuerpo. De hecho, una de las principales tareas sociales del capitalismo, desde sus comienzos hasta la actualidad, ha sido transformar nuestra energía y nuestras facultades corporales en fuerza de trabajo.

Una de las principales tareas sociales del capitalismo ha sido transformar nuestra energía y nuestras facultades corporales en fuerza de trabajo.

En Calibán y la bruja, estudiaba las estrategias que ha empleado el capitalismo para cumplir esta tarea y modificar la naturaleza humana del mismo modo que ha intentado hacerlo con la tierra para que el suelo fuera más productivo y convertir a los animales en fábricas vivientes. En el libro también hablaba de la batalla histórica que el capital ha librado contra el cuerpo, contra nuestra materialidad, y las numerosas instituciones que ha creado con este fin: la ley, el látigo, la regulación de la sexualidad y una miríada de prácticas sociales que han redefinido nuestra relación con el espacio, con la naturaleza y con los demás.

El capitalismo nació con el fin de apartar a la gente de la tierra y su primera tarea fue independizar el trabajo de las estaciones y prolongar la jornada laboral más allá del límite de nuestras fuerzas. Por lo general, destacamos el aspecto económico de este proceso, la dependencia económica de las relaciones monetarias que ha creado el capitalismo y su papel en la formación del proletariado asalariado. Sin embargo, no siempre hemos visto lo que ha implicado para nuestro cuerpo estar apartado de la tierra, cómo se lo ha pauperizado y cómo se le han arrebatado los poderes que los pueblos precapitalistas le atribuían.

La naturaleza, como reconocía Marx,[1] es nuestro “cuerpo inorgánico”; hubo una época en la que podíamos interpretar los vientos, las nubes y los cambios de corriente de los ríos y los mares. En las sociedades precapitalistas, las personas pensaban que tenían el poder de volar, de tener experiencias extracorporales, de comunicarse y hablar con los animales y adquirir sus poderes, o incluso de cambiar de forma. También pensaban que podían estar en más de un lugar al mismo tiempo y, dado el caso, que podrían volver de la tumba para vengarse de sus enemigos.

No todos esos poderes eran imaginarios. El contacto cotidiano con la naturaleza era la fuente de un enorme conocimiento, que se reflejó en la revolución alimentaria que tuvo lugar especialmente en las Américas antes de la colonización o en la revolución de las técnicas de navegación. Sabemos, por ejemplo, que los pueblos polinesios solían navegar por la noche en alta mar empleando solamente su cuerpo como brújula, pues sabían interpretar en la vibración de las olas lo que tenían que hacer para dirigir sus embarcaciones hacia la costa.

Atarnos al espacio y al tiempo ha sido una de las técnicas más elementales y persistentes a las que ha recurrido el capitalismo para apropiarse del cuerpo. Solo hay que ver los ataques a los vagabundos, los migrantes y los indigentes que se han producido a lo largo de la historia. La movilidad es una amenaza si no se produce por trabajo, porque hace circular conocimientos, experiencias y luchas. Antiguamente, los instrumentos de coerción eran el látigo, las cadenas, el cepo, la mutilación y la esclavización. Ahora, además del látigo y los centros de detención, tenemos la vigilancia informatizada y la recurrente amenaza de epidemias, como la gripe aviar, como medios de control del nomadismo.

La movilidad es una amenaza si no se produce por trabajo.

La mecanización, la conversión del cuerpo (masculino y femenino) en una máquina, ha sido una de las metas que el capitalismo ha perseguido de forma más incansable. También ha convertido a los animales en máquinas de tal modo que las cerdas dupliquen su camada, las gallinas produzcan huevos sin interrupción –mientras se tritura a las improductivas– y los terneros no llegan a ponerse en pie antes de que los lleven al matadero. No puedo evocar en este texto todas las formas de mecanización del cuerpo que se han producido. Baste decir que las técnicas de captura y dominación han cambiado en función del régimen laboral dominante y de las máquinas que se han instituido en modelo para el cuerpo.

Así pues, nos encontramos con que en los siglos XVI y XVII (la época de la manufactura) se imaginaba y se disciplinaba el cuerpo según el modelo de máquinas simples, como la bomba o la palanca. Este régimen culminó en el taylorismo y el estudio de tiempos y movimientos, en el que se calculaba cada movimiento y se canalizaban todas las energías en la realización de la tarea.

En este caso, la resistencia se imaginaba como una inercia: se representaba al cuerpo como un animal necio, un monstruo que se resistía a obedecer órdenes.

En cambio, en el siglo XIX vemos que la concepción del cuerpo y las técnicas disciplinarias se inspiraban en la máquina de vapor y su productividad se calculaba en términos de insumos y producción; la eficiencia se convirtió en la palabra clave. Bajo este régimen, el disciplinamiento del cuerpo se lograba mediante las restricciones alimentarias y el cálculo de las calorías que necesitaba un cuerpo para trabajar. En estas circunstancias, el clímax se alcanzó con la tabla de calorías necesarias por tipo de trabajador que elaboraron los nazis. El enemigo era la dispersión de energía, la entropía, el malgasto, el desorden. En Estados Unidos, la historia de esta nueva economía política se inició en la década de 1880, con el ataque a las tabernas y la remodelación de la vida familiar, cuyo centro era el ama de casa a tiempo completo, concebida como un dispositivo antientrópico, siempre en guardia, preparada para reponer la comida consumida, reconfortar y lavar los cuerpos ajados o coser la ropa cuando se volvía a rasgar.

En nuestra época, los modelos del cuerpo son la computadora y el código genético, que componen un cuerpo desmaterializado y desagregado, imaginado como un conglomerado de células y genes, cada uno de ellos con su propio programa, indiferentes a los demás y al bien del cuerpo en su conjunto. Es lo que afirma la teoría del “gen egoísta”: la idea de que el cuerpo se compone de genes y células individualistas que persiguen la realización de su propio programa, una metáfora perfecta de la concepción neoliberal de la vida, en la que el dominio del mercado se vuelve en contra no solo de la solidaridad grupal, sino de la solidaridad con nosotros mismos. Invariablemente, el cuerpo se desintegra en un ensamblaje de genes egoístas y cada uno busca cumplir con sus objetivos egoístas, indiferentes al interés de los demás.

En la medida en que interiorizamos esta visión, interiorizamos la experiencia más profunda de autoalienación, ya que nos enfrentamos no solo a un gran monstruo que no obedece nuestras órdenes, sino a una horda de microenemigos infiltrados en nuestro propio cuerpo, listos para atacarnos en cualquier momento. Se han desarrollado sectores industriales a partir de los miedos que genera esta concepción del cuerpo, que nos ponen a merced de las fuerzas que están fuera de nuestro control. Inevitablemente, si interiorizamos esta visión, no nos sentimos a gusto con nosotros mismos: nuestro cuerpo nos asusta y no lo escuchamos. No atendemos a lo que quiere, y en cambio lo asaltamos con todas las armas que nos puede ofrecer la medicina: radiaciones, colonoscopías, mamografías, armas todas ellas de una larga batalla contra el cuerpo, en la que participamos en lugar de apartar nuestro cuerpo de la línea de fuego. De este modo, estamos preparados para aceptar un mundo que transforma partes del cuerpo en mercancías y percibimos nuestro cuerpo como un repositorio de enfermedades: el cuerpo como plaga, el cuerpo como fuente de epidemias, el cuerpo sin razón.

Por lo tanto, nuestra lucha tiene que empezar por reapropiarnos de nuestro cuerpo, por revaluar y redescubrir su capacidad de resistencia y por expandir y celebrar sus poderes, individual y colectivamente.

Nuestra lucha tiene que empezar por reapropiarnos de nuestro cuerpo,

El baile es esencial para esta reapropiación. En esencia, el acto de bailar es una exploración y una invención de lo que puede hacer el cuerpo: de sus capacidades, sus lenguajes, sus formas de articular los afanes de nuestro ser. He llegado a la conclusión de que existe una filosofía en el baile, puesto que la danza imita los procesos a través de los cuales nos relacionamos con el mundo, nos conectamos con otros cuerpos, nos transformamos a nosotros mismos y al espacio que nos rodea. Del baile aprendemos que la materia no es estúpida, ni ciega, ni mecánica, sino que tiene sus ritmos, su lenguaje, se autoactiva y se autoorganiza. Nuestro cuerpo tiene motivos que necesitamos conocer, redescubrir y reinventar. Necesitamos escuchar su lenguaje para que nos conduzca a nuestra salud y a nuestra sanación, así como necesitamos escuchar el lenguaje y los ritmos del mundo natural para que nos conduzcan a la salud y a la sanación de la Tierra. Dado que el poder de afectar y ser afectado, de mover y ser movido (una capacidad indestructible que solo se agota al morir) es constitutivo del cuerpo, en este reside una cualidad política inmanente: la capacidad de transformarse a sí mismo y a los demás, y la de cambiar el mundo.


[1]   Karl Marx, Manuscritos de economía y filosofía, Madrid, Alianza Editorial, 2013 [1844], pp. 112-114.

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