Tinta Limón: ¿Por qué volver hoy a la figura del Inca Garcilaso de la Vega y a sus Comentarios Reales, una obra publicada en 1609? ¿Qué problemas filosóficos encontrás en esta primera escritura política “latinoamericana”?
Alfredo Gómez-Muller: Comencé a frecuentar la obra del Inca Garcilaso hace más de veinticinco años. En aquella época me interesaba ante todo la manera singular que tiene el Inca Garcilaso de abordar la cuestión de la identidad. Lo hace de una manera muy libre, acentuando el aspecto de la autoidentificación, de lo cual encontramos trazas en el acto de nombrarse a sí mismo, un acto que reitera a través de su vida. Hay datos personales, biográficos, que sostenían existencialmente ese interés mío por la experiencia del Inca Garcilaso. Esto se relaciona con el hecho de que, siendo colombiano, tengo asimismo raíces europeas, más precisamente francesas. Este hecho biográfico me plantea desde niño una serie de desafíos, de preguntas. Cuando era niño no podía entender el asunto, pero lo sentía en mi relación con las demás personas. Tiempo después, luego de haber hecho estudios filosóficos –ya era profesor de filosofía en ese momento– tenía algunas herramientas más para tratar de pensar el problema de la “identidad” (tal como explico en el libro, siempre mejor entre comillas), y decidí hacerlo a partir de un estudio sobre el Inca Garcilaso que fue publicado en 1993. Pero en esa época no entendí lo que hay en el fondo del acto de nombrarse en el Inca Garcilaso, y no pude ir más allá de la interpretación establecida que ha construido la imagen de un Inca Garcilaso “mestizo”, desatendiendo su propia autoidentificación como “indio” o “indio inca” o “indio del sur” (“indio antártico”, dice él).
Desde aquella época, la cuestión de la “identidad” me parece guardar una relación estrecha con otra pregunta que también tiene raíces existenciales: la pregunta por el sentido, en el sentido que la filosofía existencial da a ese término. Es decir, la pregunta por el sentido o el sinsentido del ser, del existir. ¿Por qué estamos aquí? ¿Qué hacemos aquí? ¿Hay alguna razón, algo que pueda aclarar por qué estamos aquí? Para mí, como subjetividad y como filósofo, esa pregunta –que es tal vez la pregunta fundamental de los seres humanos desde hace miles de años en todas las culturas del planeta– es fundamental. Y es una pregunta que hoy en la filosofía no tiene espacio y es dejada de lado. Es decir, hay una orientación dominante hoy en la filosofía según la cual la pregunta por el sentido es una pregunta ociosa, pura pérdida de tiempo. O, mejor, es una pregunta “metafísica”, y por metafísica se entiende algo muy malo, donde solo cabe lo arbitrario, donde no se puede decir nada que tenga consistencia; donde lo que se formula no se puede verificar empíricamente ni en términos matemáticos. Todo este discurso parte, evidentemente, de cuestiones legítimas. Por ejemplo, la crítica que ya en el siglo XVIII Kant hace de la metafísica dogmática, me parece ser una crítica fundamental y muy actual. Pero el problema es que se arroja al bebé con el agua del baño. Se arroja la pregunta por el sentido, junto con el agua con la que se lavan los aspectos más dogmáticos de la metafísica. La pregunta por el sentido es metafísica en términos literales: no se resuelve en términos físicos. Y esa pregunta para mí es central, y es por eso que ya desde aquella época trabajé con una serie de pensadores –como Heidegger, como Sartre– que han abordado de forma profunda esta pregunta por el sentido; por el sentido del ser, por el sentido del existir. Después, entre todo ese trabajo, me di cuenta de que la pregunta por el sentido, que es finalmente la pregunta por las condiciones históricas y epistémicas que puedan hacer que surja sentido, me llevó a la cultura y a la filosofía de la cultura. La cultura es un espacio de permanente producción, construcción, deconstrucción y reconstrucción de sentidos, de significados, de valores. Y, desde mi experiencia de vida, la cultura se dice en plural. La “cultura” es siempre la diferencia cultural.
Hablar en singular de “la” cultura es un poco general y abstracto. Prefiero hablar de culturas concretas, de culturas históricas, de las culturas de los tiempos, de los espacios y de las geografías diversas. Desde ahí llegué al debate sobre el multiculturalismo, sobre las políticas de diversidad cultural, sobre políticas multiculturales. Siempre en relación con el tema del sentido, del sentido de la vida social, económica y política. Y fue por esa vía que lleva de la pregunta por el sentido a la pregunta por la cultura, por la diversidad cultural, que finalmente retorno al Inca Garcilaso, después de más de veinte años. Descubro entonces el pensamiento político del Inca Garcilaso, un pensamiento arraigado en la tradición del comunalismo andino y en la memoria cultural incaica del “buen gobierno”. Un pensamiento que permite replantear, a partir de lo concreto, la relación entre cultura y política, y que tuvo un impacto extraordinario en Europa a partir del siglo XVII. Un impacto en general desconocido por la historiografía eurocentrista, que sigue hasta hoy ignorando el aporte del Inca Garcilaso a la construcción de un nuevo pensamiento político en Europa, desde Morelly en el siglo XVIII hasta el debate de finales del siglo XIX y principios del siglo XX sobre el “comunismo inca” o el “socialismo inca”. En el Inca Garcilaso podemos aún encontrar una serie de claves para abordar problemas que son nuestros, que son problemas contemporáneos. Es decir, el Inca Garcilaso no es para mí una figura puramente del pasado, una figura que hoy en día tendría un valor simplemente histórico, del museo de las ideas. Para mí el Inca Garcilaso es alguien muy actual. O al menos eso es lo que intento demostrar en este libro: ¿qué nos dice, en pleno siglo XXI, la experiencia del mundo del Inca Garcilaso de la Vega?
TL: En el marco de tus investigaciones en el campo de la ética y de la filosofía política, hace años que venís investigando el anarquismo y anarcosindicalismo en América Latina, y publicaste textos claves al respecto. ¿Cómo se vincula esa línea de trabajo con este libro sobre el Inca Garcilaso que estamos publicando? Y una pregunta por las antípodas, ¿tenés formación cristiana o religiosa?
AGM: Bueno, comenzando por lo último, en mi familia no recibí ninguna formación religiosa. Mi padre era un buen liberal en el sentido que tenía la palabra en Colombia a mediados del siglo XX. Es decir, alguien que se reconocía en figuras como Jorge Eliécer Gaitán, una gran figura de la historia política colombiana y que fue asesinado en 1948. Es decir, un liberalismo de tipo social y profundamente anticlerical. Mi padre era anticlerical, mi abuelo también. Mi abuelo era masón, de la más pura tradición liberal de aquella época, no solo de Colombia, sino también de América Latina. Mi madre tampoco tenía realmente creencias religiosas, por lo menos creencias que ella hubiera querido compartir. Y estudié en colegios laicos y públicos cuando era niño.
El Inca Garcilaso no es para mí una figura puramente del pasado, una figura que hoy en día tendría un valor simplemente histórico, del museo de las ideas. Para mí el Inca Garcilaso es alguien muy actual. O al menos eso es lo que intento demostrar en este libro: ¿qué nos dice, en pleno siglo XXI, la experiencia del mundo del Inca Garcilaso de la Vega?
Tampoco tuve en mi medio familiar una formación anarquista. Es más, en la época de mi infancia y adolescencia el anarquismo era prácticamente inexistente en Colombia: políticamente no era nada, no tenía ningún significado. Toda la gran tradición anarquista de la década del 20, en el caso colombiano, había sido olvidada. Pero ciertas ideas asociativistas y anarquistas se vinculan, más bien, con mi experiencia política y militante de finales de la década del 60, y sobre todo en los años 70, que fue una experiencia de trabajo con asociaciones campesinas. Yo hice trabajo político-social en la ANUC (la Asociación Nacional de Usuarios Campesinos), en la región de Boyacá, que era el principal sindicato de campesinos de esa época –todavía existe, pero no es ni la sombra de lo que fue en esa época–. Destaco de esa experiencia dos cosas: primero, en ese trabajo encuentro gente que de manera muy desinteresada y gratuita ayudaba a la “causa”, como se decía, sin exigir ninguna contraparte; segundo, encuentro también la realidad del sectarismo y de la fragmentación política.
Sobre lo primero, aquella gente desinteresada y solidaria provenía muchas veces del cristianismo. Eran católicos que trabajaban desde la perspectiva de la teología de la liberación. Recuerdo bien a un grupo de ellos que tenía acceso a un mimeógrafo, que era un aparato fundamental para el trabajo político en aquella época porque permitía reproducir las hojas volantes, hacer publicaciones, etc. Y que, a su vez, era difícil conseguir porque era muy costoso. Pues bien, había gente de estos círculos católicos que tenía acceso a mimeógrafos y nos los ponía a disposición para imprimir lo que quisiéramos, sin preguntarnos nada. Esa experiencia de solidaridad y gratuidad me impactó mucho y me permitió interesarme por figuras que, hasta ese momento, eran para mí muy lejanas. Por ejemplo, cuando era niño viajé una vez a Bogotá a visitar a una hermana que era estudiante de la Universidad Nacional de Colombia. En la Universidad estaba haciendo un discurso Camilo Torres, una de las grandes figuras precursoras de la teología de la liberación y una de las grandes figuras de la historia política y social de Colombia y de América Latina. Cuando era niño no entendía, pero años más tarde, después de haber encontrado a estos grupos que ayudaban de esa manera solidaria, me acerqué un poco más a ver quién era esa gente. En su interpretación del cristianismo cabía lo que se llamaba la “opción preferencial por los pobres”, y en nombre de esa opción algunos, como Camilo Torres, empuñaban las armas, mientras que otros estaban en actividades en barrios populares, compartiendo la vida con la gente que vivía de la manera más precaria. Todo esto me llamaba la atención, y así fui descubriendo ciertos valores éticos y espirituales del cristianismo de la liberación.
Sobre lo segundo, diría que esa época fue también una que conoció todas las vicisitudes de una parte importante de la izquierda militante colombiana, latinoamericana y mundial: la experiencia de la fragmentación, del sectarismo, del vanguardismo. Se trata de prácticas y de maneras de concebir la política en las cuales la lucha política tiende a reducirse a una lucha entre vanguardias autoinstituidas. El problema que se plantea de entrada es que, por definición, vanguardia hay una sola, no puede haber varios partidos de vanguardia, eso es contradictorio e inadmisible. Es la concepción que sostiene, por ejemplo, la teoría leninista de la organización, y que supone la creencia de que el partido tiene el monopolio de la verdad política. Pero en la realidad hay muchos partidos que son rivales y compiten entre ellos por dirigir a las masas, dado que la vanguardia dispone de la teoría y sabe para dónde hay que ir. Las masas, en cambio, no saben, no tienen pensamiento propio, necesitan la dirección de una vanguardia y de los teóricos que van a decir por dónde es el camino. Esa experiencia que José María Arguedas describe y critica en su obra, como mucha otra gente, yo la viví, y llevó a cuestionarnos el esquema que teníamos de lo político, de la manera de hacer política, de la relación entre los activistas y las “masas”. A cuestionar esa tesis de que las “masas” no tienen ningún saber en sí mismas, que todo el saber les viene de afuera, del exterior, de los intelectuales políticos que sí saben. Y en ese proceso de cuestionamiento, pasamos de las formas duras del vanguardismo de inspiración leninista a Rosa Luxemburgo, que representa una concepción de la relación entre el saber político y las “masas” bastante distinta a la de Lenin, porque reconoce que en las masas hay un saber político. Algo fundamental en el pensamiento de Rosa Luxemburgo –al menos del modo en que la leíamos en aquella época– es que ella reconoce formas de autonomía de las “masas” frente a los partidos políticos. Es la polémica con Lenin alrededor de la experiencia de la Revolución Rusa de 1905: Lenin impulsa que el Partido Socialdemócrata tome el control de los soviets, de los consejos obreros, y Rosa Luxemburgo dice que no, que los soviets deben mantener su autonomía. Entonces, pasando por Rosa Luxemburgo, finalmente llegamos a interesarnos por el anarquismo. Porque, en lo esencial, el anarquismo es una afirmación muy clara de la autonomía política de los grupos sociales; una afirmación de que la política debe ser obra de todos los actores sociales, no de un grupo de especialistas en política. Cuestionamos, en ese sentido, la idea de especialización en la política y estimulamos la idea de que todo el mundo debe apropiarse de lo político. No habrá realmente emancipación de ningún tipo –eso es lo que pensábamos en aquel momento y lo que pienso todavía– mientras la gente no se reapropie de la política y no asuma lo político en lo cotidiano. Quiero decir, el anarquismo me permitió encontrar una serie de temas que no habían formado parte de mi experiencia política anterior, fundamentalmente marxista. Por ejemplo, temas relacionados con la crítica de la vida cotidiana, que están muy presentes en el anarquismo desde el siglo XIX, pero que en el marxismo no tenían espacio en esa época. O el feminismo, que en esa época era considerado algo que distraía de lo esencial, que era la lucha de clases. Hablar de feminismo era introducir la división en el seno de la clase obrera, era hacerle el juego al imperialismo y a la burguesía, se decía. Pero en el anarquismo, desde el siglo XIX, encontramos discursos anarquistas feministas, las raíces del anarcofeminismo vienen de esa época.
Ahora, llegamos a la primera parte de la pregunta, la relación entre esta tradición anarquista y la historia que cuenta el libro. Es evidente que en el Inca Garcilaso no se pueden encontrar elementos del anarquismo, que es una creación histórica europea del siglo XIX. Es más, en su propio pensamiento hay un énfasis por lo estatal que lo aleja del anarquismo. Incluso, el “buen gobierno” que él encuentra admirable se lo atribuye a los Incas, es decir, a los gobernantes. En suma, desde esa perspectiva, es lo más lejano del anarquismo que uno se pueda imaginar. Pero no es la única: trabajando el tema de la recepción histórica, en América Latina y Europa, de la obra del Inca Garcilaso a través de los siglos, me encontré con una dimensión de la justicia social, de la justicia redistributiva, que es clave en el pensamiento del Inca Garcilaso. Pero esta dimensión no fue una creación de unos individuos, de una élite como la de los Incas, de “reyes” o “emperadores”. Es simplemente una estructura cultural, social, económica, muy antigua en la región andina, una tradición comunal de la que los Incas son herederos. El ayllu no fue inventado por los Incas: ni por los Incas como pueblo, ni, menos aún, por los Incas como soberanos. Es una tradición en la que se inscribe la práctica social y política de los Incas. Y que ellos, inclusive, distorsionan, a través de la imposición de un sistema estatal (relativamente) centralizado. Pero esa raíz subsiste, y se observa en la presencia de formas de organización social y económica basadas en una cierta horizontalidad (por lo menos en el ayllu “clásico”, de aquella época), en el sentido de que hay formas igualitarias de redistribución de los frutos del trabajo colectivo. Y también hay formas de ayuda mutua en el trabajo colectivo. Todas esas formas coinciden con temas fundamentales del anarquismo: la ayuda mutua, la solidaridad, la igualdad e incluso ciertas formas de organizar la toma de decisiones, en las cuales la comunidad es consultada. En todo eso hay puntos de contacto con la tradición anarquista. Y eso es lo que explica el interés de los anarquistas peruanos –y no solo peruanos, también chilenos– por la obra del Inca Garcilaso. Un ejemplo es El comunismo en América, la obra de Angelina Arratia, que se inspira en las descripciones de la organización social-económica incaica transmitidas por el Inca Garcilaso, aunque no lo cite. Hay un interés por ese pasado indígena que estará en el centro de eso que, en la historia de las ideas, se conoce como el debate acerca del comunismo incaico, que ocupa una parte importante del libro.
En los Incas hay formas igualitarias de redistribución de los frutos del trabajo colectivo. Todas esas formas coinciden con temas fundamentales del anarquismo: la ayuda mutua, la solidaridad, la igualdad e incluso ciertas formas de organizar la toma de decisiones, en las cuales la comunidad es consultada. Y eso es lo que explica el interés de los anarquistas peruanos y chilenos por la obra del Inca Garcilaso.
Este debate se desarrolló durante más de cincuenta años –desde las dos últimas décadas del siglo XIX y hasta las tres primeras del siglo XX–, entre América y Europa. En buena parte de ese periodo el término “comunismo” no remitía al sentido marxista de la palabra, ni menos aún a su significado leninista, sino al sentido originario de teoría de lo común. Más concretamente, el comunismo es una teoría y una doctrina que defiende como valor la afirmación de lo común, en particular en relación con la economía. Es decir, los bienes fundamentales para la vida no deben ser objeto de apropiación privada por parte de individuos, sino que deben ser comunes. De ahí la palabra comunismo. En el libro reconstruyo el aporte del Inca Garcilaso al nacimiento de las diferentes teorías y doctrinas sociales y políticas del siglo XIX en Europa –el marxismo, el anarquismo, el cooperativismo, etc.– que buscaban alternativas a la inhumanidad del capitalismo, en particular, en la época de la Revolución Industrial. Entonces, hay nexos que trato de establecer, hilos conductores que trato de conectar, aportes que intento rescatar para que no queden olvidados, como pasó en la historiografía política tradicional, de matriz europeo-centrista.
TL: En esa discusión sobre el comunismo incaico, uno de los aportes centrales del Inca Garcilaso que destacás corresponde a la cuestión tradicional de la justicia distributiva, base del “estado de bienestar” que permitía el buen vivir en el Incario. Pero, tal como la presentás en tu libro, es una noción de buen vivir que no se deja atrapar por las imágenes neodesarrollistas, tan propias de los Estados latinoamericanos (incluso cuando se trata de un Estado que, a su modo, garantiza este buen vivir) ni que reduce lo político al modo de vida (o a una serie de hábitos individuales); es decir, no desatiende la esfera colectiva de la práctica política. ¿Es precisamente en tensión con estas líneas dicotómicas que se va construyendo lo político?
AGM: Es cierto que hay un debate, tanto en Europa como en América Latina, que suele reducirse a estas dos opciones: o se plantean formas de vida alternativa, con valores comunitarios, como la solidaridad, y otras formas de relacionarse con otros y con la naturaleza; o se plantea hacer política y tratar de ocupar el aparato del Estado, etc. O hacemos esto, o hacemos lo otro. Me parece que, en principio, el problema es esa dicotomía. Por el contrario, hay que tratar de articular esos dos desafíos: el de la forma de vivir y el de reconstruir lo político de una manera alternativa. Uno alimenta al otro. El desafío de reconstruir lo político de una manera alternativa debe alimentarse, en gran parte, del desafío que plantea el buen vivir. Ese sería el primer punto, mantener las dos cosas juntas.
En el libro reconstruyo el aporte del Inca Garcilaso al nacimiento de las diferentes teorías y doctrinas sociales y políticas del siglo XIX en Europa –el marxismo, el anarquismo, el cooperativismo, etc.– que buscaban alternativas a la inhumanidad del capitalismo.
Porque la pregunta es fundamentalmente política, es decir, se pregunta por cómo orientarse políticamente hoy. Y un primer posicionamiento sería, como ustedes dicen, no desatender lo político, sea bajo su forma estatal u otra. Evidentemente el buen vivir tiene una dimensión política, claro que sí. Pero otra cosa es asumir las preguntas y los problemas que plantea lo específicamente político, que tiene que ver con el poder, efectivamente, sea de tipo estatal o de otro tipo. Lo fundamental es que el cambio social –es decir, la construcción de un modelo social más humano, que tenga más sentido para todos– no puede definirse únicamente a través de transformaciones en la manera de vivir, sino que tiene que entenderse lo político de un modo más amplio. Y lo político en ese sentido amplio permite incluir, incluso, al anarquismo. El anarquismo es, sobre todo, una crítica de la política, pero no de lo político. El anarquismo plantea formas de lo político alternativas a las formas estatales de lo político. El desafío que se plantea es pues el de ir más allá de la dicotomía: hay que asumir, a la vez, el desafío que plantea la construcción de formas culturales alternativas como el buen vivir y, por otra parte, asumir el riesgo de lo político.
Segundo punto: ¿cómo hacerlo? ¿Cómo hacer concretamente esta articulación, este cambio social? Pienso que a esto no se puede responder en general, en abstracto. La respuesta la debe crear y decidir la gente según las circunstancias, según los contextos históricos, sociales, culturales, políticos. No creo que nadie pueda ofrecer una especie de hoja de ruta con etapas ya preestablecidas. Es un papel que suelen ocupar ciertos intelectuales, de quienes me siento bastante alejado. No son los intelectuales, sino la gente misma (lo que incluye a los intelectuales) la que decide, en cada circunstancia, cómo articular el buen vivir y lo político, y a qué ritmo hacerlo. Porque todo eso depende, centralmente, de las circunstancias. Hay circunstancias en las cuales se fortalece la práctica de lo político y otras en que se fortalecen más las prácticas del vivir cotidiano, tratando siempre de evitar la dicotomía.
La pregunta sobre cómo reconstruir lo político se plantea de distintas maneras según el contexto. Por ejemplo, si pensamos en Argentina o en Chile, esta pregunta no se plantea de la misma manera en la época de la dictadura militar que hoy en día. Cuando uno trata de asumir esta dimensión de lo político como tal, lo primero que se debe hacer es no simplificar, no reducir todo a lo mismo. Es aprender a diferenciar contextos, situaciones. De lo contrario, no se puede pensar lo político, porque asumir lo político significa poner en práctica una especie de arte de la diferenciación, aprender a diferenciar, a no poner todo en un mismo costal. Porque si se convierte la realidad en algo de un solo color es muy difícil orientarse y tomar decisiones. La realidad es polícroma, de múltiples colores: ideológicamente polícroma y políticamente polícroma. Si finalmente borro los colores y todo es gris, todo es lo mismo, ¿cómo me voy a orientar? ¿Cómo puedo incidir en las tensiones, en los juegos de fuerzas que atraviesan una sociedad? En cada contexto la gente misma es la que define las formas que asume la construcción de modos alternativos de lo político. Y eso no se hace en abstracto ni por fuera del contexto.
Pienso, por ejemplo, en la experiencia de los cordones industriales, sobre el fin del gobierno de la Unidad Popular en Chile; una experiencia que, por desgracia, se convirtió inmediatamente en un terreno de lucha, de rivalidades políticas dentro de los diferentes partidos de la Unidad Popular; lo que contribuyó al debilitamiento de esta forma de autoorganización obrera, de esa forma de poder obrero y popular. Pero, años antes, ¿quién podía haber imaginado la experiencia de esos cordones industriales? Nadie, ningún teórico, ningún filósofo, ni sociólogo, nadie podía haberlos imaginado, ni dentro ni fuera de la Unidad Popular. Pues bien, eso surgió, impulsado por la gente misma, que enfrentada a una situación, a un desafío planteado por la movilización de las fuerzas de derecha y de extrema derecha, encontró esa forma de organización muy interesante y potente, los cordones industriales.
En Bolivia hubo una experiencia política, muy efímera, cuando el gobierno de Juan José Torres. En esa época se formó una Asamblea Popular con representantes de sindicatos, confederaciones obreras, campesinas, partidos políticos, asociaciones, etc. Es decir, una institución que, frente a lo establecido, se presentaba como algo nuevo y poderoso, que le disputaba poder al Estado. Eso tampoco lo había inventado nadie, eso fue algo que surgió de las necesidades mismas del contexto. Lo mismo ocurre con la famosa Comuna de París. Las formas de organización creadas en la Comuna de París, las formas de organización del poder social, no fueron tampoco imaginadas por ningún teórico, ningún filósofo, ningún político. Fue la gente misma que, por necesidad, tuvo que inventar formas nuevas de organización y de construcción de lo político. La Comuna fue una invención que impresionó a Marx, a Rosa Luxemburgo y a todo el mundo, porque era la primera vez que se veía en la historia del movimiento obrero occidental la construcción de una alternativa política al Estado burgués.
O un ejemplo actual, extremadamente novedoso, que es chileno y también colombiano, como el de la primera línea. Eso tampoco lo ha inventado nadie; ningún político o teórico dijo de un día para el otro: “Tenemos que hacer primeras líneas”. No, surgió de la necesidad de la gente misma, de los jóvenes que pensaron y crearon una nueva forma de organicidad al interior de la protesta, lo que implica toda una forma de relación de la gente en el seno de una manifestación. La manifestación no ya en el sentido tradicional, como una colección de individuos separados, sino como un cuerpo orgánico en el cual hay funciones diferentes que se articulan unas con otras. Eso es una creación política, y eso lo hicieron los jóvenes.
Bueno, son solo ejemplos de cómo, en la construcción de lo político, a la hora de articular estos dos desafíos, se debe simplemente confiar en la creatividad y en la espontaneidad popular. Hay que confiar en ciertas formas de espontaneidad social que, a diferencia de lo que se planteaban las organizaciones políticas unas décadas atrás, es un valor. Pero tampoco se trata de espontaneidad en el sentido de la supuesta “generación espontánea”, pues la espontaneidad es siempre portadora de memorias culturales, sociales y políticas, que suelen transmitir los círculos de acción.
TL: Como contás en el libro, Gómez Suárez de Figueroa –que luego devendrá en el Inca Garcilaso de la Vega y se dedicará a estudiar y a escribir– tenía como profesión las armas y brindaba sus servicios como militar a distintas cortes, por un salario exiguo, como él mismo dice. ¿Se pueden encontrar elementos de esa experiencia militar que nutren su escritura? ¿Qué lugar tiene la guerra en la imagen política que reconstruye el libro en torno al “socialismo inca”?
AGM: El Inca Garcilaso vive y escribe, en cierto sentido, en estado de guerra. Y organiza toda una serie de estrategias de escritura en ese sentido; estrategias para camuflarse, para decir sin decir, muy prudentemente. Pero, sí, claro, está ese pasaje del campo militar a la escritura. El mismo Inca Garcilaso lo dice y en su escudo figura claramente: “Con la espada y con la pluma”. Para él, escribir es una forma de continuar un combate que, en otra época, fue con la espada. Los incas fueron derrotados militarmente por los invasores. Y la época de la resistencia armada, con el intento de construcción de un enclave inca en Vilcabamba, también fracasa. Los últimos incas acaban destrozados. El Inca, que tiene una gran fineza en su análisis político, asume esta situación. Él veía cosas que poca gente en su época veía, y una de las cosas que él ve es que las condiciones para continuar el combate con las armas, con la espada, en ese momento preciso, no estaban realmente dadas. Lo cual no quiere decir que en otro momento pudiese plantearse de nuevo la opción de luchar con la espada. Pero todo depende, como ya dijimos, de las circunstancias, de los contextos, de los momentos. La contingencia es nuestra condición: vivimos en un mundo en el que todo cambia permanentemente y eso produce dificultad para orientarse.
Para el Inca Garcilaso escribir es una forma de continuar un combate que, en otra época, fue con la espada.
Se abre, entonces, un período en el que resistir puede significar resistir culturalmente, por medio de las ideas. Hasta que llegue otro contexto, otro momento, en el que se plantean las cosas de otra manera y sea de nuevo posible resistir con la espada. Pero en ese momento que él vive como sujeto singular en España, como emigrado indio, ¿qué podía hacer con la espada? Entonces, resiste con la pluma. Pero es un mismo combate. Él concibe la escritura como una forma de lucha extremadamente eficaz y potente para rehabilitar la memoria cultural de su pueblo y defender los derechos de su pueblo. La prueba de esta potencia y eficacia es el gran impacto que tuvo, tanto que lo llevó al rey de España (más de un siglo después de publicada la obra) a prohibir la circulación de los Comentarios Reales en todo el continente americano. El rey le tenía miedo a ese libro. Esa famosa cédula real llama a los virreyes a recoger el libro allí donde se encuentre: hay que recogerlo y quemarlo. Destruirlo y, sobre todo, impedir que vuelva a ser editado. Lo que evidencia que el Inca Garcilaso con su obra le da duro al Imperio español, más duro de lo que podía ser un tiro de arcabuz, o un bombazo, o cualquier tipo de arremetida con una caballería. En ese sentido, a mí el Inca me despierta una gran admiración. Fue un gran luchador, que llevaba una vida silenciosa en un pueblo perdido de Andalucía; mientras, secretamente, preparaba el bombazo que poco después iba a estallar. Eso es admirable: poca gente logra en la vida hacer algo así.
Pero también otra forma de guerra aparece tematizada en su obra, que describe un estado de guerra prácticamente permanente. El Tahuantinsuyo –es decir, el “Imperio” inca– tal como lo describe Garcilaso, no es una sociedad pacificada o pacífica, sino que está permanentemente en guerra. El Tahuantinsuyo se va expandiendo cada vez más, haciéndole la guerra a otros pueblos y sometiendo a otros pueblos. El Inca Garcilaso, frente a esto, simplemente reproduce el discurso oficial de los incas. La historia oficial que le transmitieron sus parientes, que pertenecían a la élite social de los incas. Una historia sesgada, una historia que distorsiona profundamente la realidad. En el libro indico este aspecto. Y esto es una suerte de contrasentido histórico, no solo por la manera como describe a los otros pueblos, los pueblos no incaicos –sobre todo a los pueblos preincaicos– como “bárbaros”, como “salvajes” que fueron civilizados por los Incas; sino también por la manera en que describe la guerra de los gobernantes incas contra los otros pueblos, para someterlos. Es una descripción idílica. Dice el Inca en muchas descripciones que los gobernantes incas buscaban “persuadir”, buscaban “convencer” a los otros pueblos de que debían someterse. Y que la utilización de la violencia y el llamado a la guerra solo era admitido en casos extremos, prácticamente cuando los incas se ven atacados y obligados a defenderse. Y que los Incas buscaban someter a los otros pueblos por el ejemplo, diciendo: “Miren, nosotros hacemos esto así, lo hacemos mejor que ustedes, entonces ¿por qué no son ustedes como nosotros? Sométanse a nosotros”. Esto es completamente idílico, la realidad no es así. La realidad es una realidad de lucha expansionista, de violencia y de sometimiento de otros pueblos. En ese sentido, este aspecto de la experiencia relatada por el Inca Garcilaso, el de la guerra, me parece lo menos lúcido de su lectura política.
TL: La mutación de Gómez Suárez de Figueroa en Inca Garcilaso de la Vega te permite problematizar la cuestión de la identidad y proponés la autopercepción y el renombrarse como operación ético-política fundamental. El desafío sería cómo tensionar cualquier idea de pureza, cómo mantener siempre abierta esa “identidad”, ¿no? Al mismo tiempo, este modo en que pensás la identidad se puede extender al modo en que pensás los conceptos y el propio proceso de pensamiento.
AGM: Esta forma de construir la identidad, de concebir la identidad como un proceso narrativo siempre abierto, puede servir para pensar formas de autoidentificación muy diversas. Todo tipo de identidad puede tener como base una concepción de la identificación como un proceso siempre abierto. Y acá aparece el elemento narrativo, porque lo que se suele llamar “identidades” son construcciones simbólicas. Al mismo tiempo, lo que somos es algo que no se deja encerrar en ningún concepto y que solamente se puede simbolizar. Por ejemplo, un nombre propio simboliza, de una manera siempre parcial, siempre precaria. En otras palabras, eso que llamamos el “yo”, el “sí mismo”, es una construcción simbólica, de tipo narrativo; el Inca Garcilaso se nombra y renombra contándose y re-contándose. Es lo que Paul Ricœur llama la identidad narrativa: solamente nos podemos narrar. No es por conceptos que podemos decirnos, es a través de relatos que podemos decir algo, simbolizarnos. Aquí la narración, que muchas veces ha sido dejada de lado en las ciencias humanas y sociales, en la filosofía, recobra un valor fundamental. Y, además, indica una pista significativa para reapropiarse de lo metafísico, de lo que no puede ser encerrado en conceptos, sino solamente simbolizado. Cuestiones fundamentales de la existencia, del existir, tienen que ver con la narrativa, con la narración, con nuestra capacidad de narrar.
Respecto de los conceptos y del trabajo del pensamiento, hace años que discuto la idea predominante en la academia de una “filosofía pura”, que estudia y comenta textos, que pretende llegar a la realidad solamente a través de los textos. Esa concepción de la filosofía y del pensamiento me parece problemática, creo que hay que hacerla aterrizar sobre otras experiencias, sobre cosas más concretas. Actualmente hay discursos –pienso, por ejemplo, en muchos temas presentados como decoloniales– que desde mi punto de vista pierden el contacto con la experiencia y acaban haciendo meras afirmaciones generales, abstractas. Se encierran en categorías o esquemas generales. Por ejemplo, cuando hablan de “la modernidad” –como si hubiese una sola modernidad, convertida en una especie de fetiche– y no se interesan por analizar concretamente qué contenidos puede tener esa modernidad. Encierran el pensamiento en un esquemita: modernidad colonial capitalista. Pero cuando se mira con un poco de atención, es fácil darse cuenta de que la modernidad es algo mucho más complejo, que en la modernidad hay elementos anticolonialistas, que en la modernidad hay elementos anticapitalistas. Es lo que trato de mostrar en el libro a propósito de las lecturas en Europa de la obra del Inca Garcilaso.
TL: Nuestro primer acercamiento a lo decolonial fue un texto de Silvia Rivera Cusicanqui en el que discutía fuerte con Walter Mignolo y presentaba lo decolonial como una operación que tenía su base en las universidades norteamericanas. Esta operación consistía en desconocer toda una tradición de pensamiento latinoamericano que ya había pensado estos problemas que plantean los decoloniales y en invertir la fuente desde las que se ponen a circular esos saberes, que vuelven a América Latina llenos de novedad, de neologismos. ¿Cómo te suena esta discusión que plantea Silvia?
AGM: La discusión que plantea Silvia a una serie de publicaciones que se autodefinen como “decoloniales” –sin querer, por ello, meter a todos en una misma bolsa– me parece oportuna, en tanto que plantea un problema que es preocupante, que es el de cierta “moda” decolonial. Ya Silvia lo decía en ese artículo: para ser admitido, para que le publiquen a uno algo en tales revistas, toca poner tales referencias de tales autores que forman parte del canon de los estudios decoloniales. Si no figuran los autores de ese canon, quedan excluidos los textos. Eso Silvia lo describe muy bien, no tengo nada que agregar. Lo preocupante de la “moda” decolonial tiene que ver con el hecho de que en todo fenómeno de moda intelectual o artística hay una tendencia a la simplificación. En los fenómenos de moda se convierte todo en estereotipo. Ya no se piensa, sino que se repiten estereotipos que son acordes con los cánones de la moda. Y eso puede llevar a cosas muy graves. Un ejemplo: una vez yo estaba dando un curso en la Universidad Nacional de Colombia y me encontré con un estudiante que me decía que la razón –en el sentido de la racionalidad– era algo europeo y, por lo tanto, colonial y colonialista. Que aquí, en los pueblos de América, nuestra facultad fundamental es la imaginación, no la razón. Somos seres de imaginación y no seres de razón. Y que reivindicar la razón era caer en una posición “etnocéntrica y colonialista”. Es casi una caricatura, pero expresa muy claramente algo que circula con fuerza y que constituye una extrema simplificación que puede tener consecuencias muy graves. Es más, este muchacho no se daba cuenta de que su discurso anticolonialista era, fundamentalmente, colonialista. Porque si algo ha hecho el colonialismo desde siempre es reivindicar la razón como algo europeo y la imaginación o el sentimiento como algo no europeo. Por ejemplo, es habitual escuchar que los blancos son “inteligentes” y que los negros tienen un sentido del ritmo formidable. Porque ellos sienten, tienen el ritmo, la emoción; pero no piensan. Los que piensan son los europeos. Ese discurso colonialista y racista es algo muy antiguo y se funda en la voluntad de detentar el monopolio de la razón para los blancos y dejar para los no-blancos la imaginación, las emociones, la afectividad. Y la posición de este muchacho que quería ser radicalmente anticolonialista era profundamente colonialista, porque reproducía esquemas binarios de esa tradición colonialista. Lo único que le pude decir fue que si algún día los indígenas en Colombia –porque él se reconocía indígena– decidían abandonar la racionalidad “por europea” e instalarse en lo puramente imaginario, ese día realmente los europeos que son colonialistas habrían ganado la batalla.
Lo preocupante de la “moda” decolonial tiene que ver con el hecho de que en todo fenómeno de moda intelectual o artística hay una tendencia a la simplificación.
Insisto, el ejemplo es un poco una caricatura, pero dice mucho, porque esta posición dicotómica entre la imaginación y la razón se traduce en otras formas de dicotomía. Por ejemplo, la modernidad y la periferia. “La modernidad es colonialista y capitalista”: esto es muy problemático, muy simplificador, y puede tener consecuencias graves no solo a nivel del conocimiento, sino también, y sobre todo, a nivel político. Porque muchas veces ese discurso supuestamente “decolonial” es portador de concepciones esencialistas de la identidad, ya sea de las identidades indígenas, afroamericanas o latinoamericanas –como si hubiese una especie de modelo de identidad indígena, africana o latinoamericana eterno, que trasciende el tiempo y las épocas–. Y, como en todo esencialismo político, hay un riesgo de chauvinismo e, inclusive, de rechazo a lo diferente, que puede tener consecuencias bastante graves.
TL: Nos interesa que nos cuentes un poco sobre tu método de trabajo, aquel que te permitió armar este texto riguroso en sus lecturas e hipótesis, cuidadosamente estructurado y muy logrado en su escritura.
AGM: En la mayor parte de las cosas que he escrito trato de desarrollar el mismo método. ¿Cuál es este método? Doy un ejemplo que tal vez permita entenderlo rápidamente, saliendo un poco del tema del Inca Garcilaso. Hace unos años escribí un libro sobre el filósofo francés Jean-Paul Sartre. Se llama De la náusea al compromiso. La náusea es una novela de Sartre en la que reescribe literariamente algo que ya había desarrollado en un libraco de filosofía de casi mil páginas: El ser y la nada –un libro que poca gente ha leído realmente, porque es bastante denso–. ¿Por qué la náusea? La náusea es la sensación terrible de angustia, de asco, de sentirse morir, que produce el sentimiento de que la vida es absurda, de que no tiene sentido. Es el nihilismo. El protagonista de La nausea es un personaje que de pronto capta –no solo intelectualmente, porque si así fuera no tendría mucho interés– con todo su cuerpo, en todo su ser, en todo su sentir, lo absurdo de la vida, y chorrea náusea. Es algo muy concreto. Eso corresponde a un período del pensamiento sartreano en el que enfrenta la experiencia de lo absurdo o del nihilismo: nada tiene sentido, la historia no tiene sentido. Pero es bien conocido que después de la Segunda Guerra Mundial, Sartre se convierte casi en lo contrario, en modelo del intelectual comprometido. Porque efectivamente, desde finales de la década del 40 y hasta el final de su vida, en 1980, fue un hombre muy comprometido con las luchas sociales, cercano en ciertos momentos al Partido Comunista, y hacia el final de su vida está más cerca del anarquismo. Hay ahí un enigma: ¿cómo un hombre que vive el mundo como absurdo, como un sin sentido, en estado de náusea, puede finalmente pasar a una forma de vivir comprometida a fondo con las luchas sociales? Hay ahí una pregunta. Y para hacer un libro hay que partir de un problema, de una pregunta –no se trata de escribir por escribir–. Se escribe –o al menos así lo pienso yo– porque hay algo realmente enigmático, un problema que resolver, como en este caso, el paso del nihilismo a un existir ético-político fundado en el compromiso con la justicia social. Entonces, primer punto de partida, el reconocimiento de un problema.
Segundo, ¿cómo abordar ese problema? ¿A partir de qué método puede uno abordar satisfactoriamente esa especie de salto que hace el pensamiento sartreano? A partir de otras experiencias que yo había tenido con otros textos, de entrada se me impuso como una evidencia que el método no podía ser puramente “libresco”. Es decir, que no podía estudiar la obra de Sartre desde El ser y la nada, y luego pasar a la Crítica de la razón dialéctica y así siguiendo, puramente con libros, con productos escritos, para finalmente llegar a una conclusión. Me parecía evidente que ese no podía ser el camino. ¿Por qué era evidente? Porque de lo que se trata es, precisamente, de una experiencia de vida y no solo de escritura. No es lo mismo vivir que escribir –aunque escribir forma parte de la vida–. Pero no es lo mismo. Tocaba, por consiguiente, estudiar la vida de Sartre y tratar de encontrar en ella experiencias que estén en consonancia con la filosofía nihilista. Hay una relación entre la experiencia de la vida como absurdo y el pensamiento sobre lo absurdo. Entre la vida y la obra hay una relación muy estrecha, y desde allí es posible pensar precisamente un método fundado en ese ir y venir permanente entre la vida y la obra. Y mi libro sobre Sartre es eso: un ir y venir permanente entre aspectos de la historia singular de Sartre, su biografía, y su pensamiento filosófico o no filosófico. Y en ese libro me parece que hay algunas pistas que permiten realmente entender por qué Sartre en una época desarrolla un pensamiento nihilista –influenciado por Nietzsche– y cómo después de su vivencia de la Segunda Guerra Mundial llega a otro tipo de pensamiento. El método, en una palabra, es el ir y venir permanente entre “lo concreto” de la experiencia del mundo que tiene una subjetividad (o un grupo de subjetividades) y lo que esa subjetividad puede pensar del mundo. Hay una relación entre los dos y lo uno alimenta a lo otro. Hay una alimentación de lo que se piensa por lo que se vive e, inversamente, hay una alimentación de lo que se vive por lo que se piensa.
Este método que alía lo teórico y lo narrativo es el mismo que uso con el Inca Garcilaso. El libro puede ser visto como una biografía histórica de una subjetividad singular que a su vez tiene toda una visión de mundo, un discurso general y un saber sobre la realidad. Aquí se explora de nuevo la relación entre experiencias de vida y concepciones filosóficas del mundo.
El libro puede ser visto como una biografía histórica de una subjetividad singular que a su vez tiene toda una visión de mundo, un discurso general y un saber sobre la realidad.
TL: Y ese método es el que te permite hacer un texto que no quede reducido a lo puramente conceptual, y que incluso tenga momentos narrativos muy interesantes (en particular, en aquellos en los que reconstruís la vida del Inca Garcilaso); en definitiva, una escritura ensayística que va más allá de la frialdad de los papers académicos.
AGM: En la misma línea de la pregunta anterior, si ahora me invitaran a redactar un ensayo puramente discursivo y conceptual –como suele entenderse en ámbitos académicos y filosóficos el ensayo–, me costaría muchísimo trabajo hacerlo, porque siento la necesidad, cuando escribo, de integrar lo narrativo. Y ese es el modo en que entiendo el ensayo político, como un texto que va más allá de la dicotomía entre lo conceptual y lo narrativo. Una dicotomía presente en toda una tradición académica de raíces europeo-centristas que se ha extendido por todo el mundo, y que sostiene que el saber conceptual es el verdadero saber, el que se produce en las universidades, el que tiene patente. La narración, de menor valor, queda relegada a los novelistas, a los que sueñan, a los que trabajan con la imaginación. Pues bien, esta desvalorización de lo narrativo me parece uno de los principales problemas epistémicos que se podrían plantear hoy en día.
Al mismo tiempo, cualquier proyecto de transformación social de la realidad debería asumir este problema. No se puede pasar por alto el problema de cómo construimos un saber sobre la realidad. Asumiendo que si lo hacemos de manera puramente conceptual, nuestro conocimiento –construido a partir de modelos eurocentristas– quedará definitivamente “cortado” de los saberes ancestrales y populares, de culturas donde muchas veces se producen saberes de manera narrativa. Si excluimos lo narrativo, rompemos toda posibilidad de diálogo con esos saberes otros, distintos de los conocimientos construidos en medios académicos, donde se privilegia lo conceptual y se entiende el ensayo como un producto discursivo-conceptual. Justo ahora estoy trabajando sobre este problema, tratando de pensar una filosofía narrativa. Partiendo de la idea de que todos reclamamos narratividad, ¿qué puede ser una filosofía narrativa? No es una patología ni un gusto particular de alguien. Más bien, somos seres narrativos y la narración de la humanidad y de lo humano es clave en el pensamiento. En suma, para vivir necesitamos narrativas, reclamamos relatos. ¿Escuchamos ese reclamo o no lo escuchamos?