Tengo un montón de anécdotas sobre cosas que me pasaron y que también me asustaban de la relación con los demás: ver a un hombre muy corpulento, bueno para la lucha, poniéndose los guantes delante de mí en un ring, ciertamente no era una cosa fácil, pero poco a poco me fui dando cuenta de lo mucho que yo misma me estaba desempoderando incluso antes de entrar en combate, pensando que yo no podía hacerlo, que no tenía que querer estar ahí. Esa era la cuestión. Así que paulatinamente me fui dando cuenta de que sí, que podía. Unas veces conseguía lo que buscaba y otras no, porque aquí no estamos diciendo que todas nos convirtamos en mujeres maravilla, ni mucho menos. Pero entrás en un espacio de negociación diferente. Y desde allí supe que era necesario retomar y reabrir el espacio para un discurso feminista sobre la dinámica del conflicto de la fuerza. Fue muy importante darme cuenta de que a menudo me desanimaba, a pesar de que había ido allí voluntariamente a probar esas prácticas, y además era buena, en el sentido de que me convertí en instructora.
La cuestión es que comencé a investigar y a reflexionar sobre estos efectos autoinhibitorios, sobre cómo las estructuras, las inferiorizaciones sociales y culturales actúan sobre los cuerpos como dispositivos de bloqueo; un bloqueo que internalizamos y que se convierte –como decía Bourdieu– en nuestros hábitos. Por esta razón, cuando se dice “esto es natural” generalmente se está equivocado. No es natural, más bien se trata una larguísima construcción cultural de “lo natural” que impacta en nuestros cuerpos.
VG: De producción efectiva de autoinhibición de determinados cuerpos.
AC: Sí, que tiene efectos muy negativos sobre nosotras, porque también bloqueamos fenómenos que sí son naturales. Es decir, si alguien intenta ofenderme o hacerme daño…, cualquier organismo activaría respuestas bioquímicas. Lo que ocurre es que en muchas culturas, a la mayoría de las mujeres nos enseñaron que estas respuestas bioquímicas deben ser interrumpidas. Así que no es que no se activen los mecanismos de defensa, sino que se nos vuelven en contra, de modo que no solo no somos eficaces, sino que dañamos progresivamente nuestros sistemas. Y esto también vale para las prácticas, para los talleres que hago habitualmente, porque si fuese cierto que no somos realmente capaces, entonces entendería el bloqueo, por el miedo a lastimarse. Pero me cuesta mucho más entender que las mujeres se bloqueen frente a un cuerpo, o no avancen, por miedo a hacerle mal a otro. Eso es otra cosa. Si yo no hago algo porque mi cuerpo es “demasiado débil para”, no puedo temer dañar a otro, sé que no lo haré. Ahí hay una prohibición cultural que no me lo permite porque no estoy legitimada para hacerlo.
Estas preocupaciones me llevaron a indagar las teorías enmarcadas en el paradigma de la embodied cognition, del pensamiento corporal, y a acercarme a los estudios de la neurociencia, empezando por los de António Damasio y siguiendo por las diversas teorías sobre la introyección de traumas y el síndrome de estrés postraumático. Esto me hizo ver que la violencia contra las mujeres, las personas feminizadas, las personas trans y les niñes, tiene efectos similares a los de los síndromes de estrés postraumático.
Hay un libro muy interesante llamado The body keeps the score, en el que el psiquiatra Bessel van der Kolk se pregunta cómo estas formas de inhibición –sea un trauma por violencia, o sea por otras formas continuas de inhibición, como te decía antes: “No podés hacer esto”, “cerrá las piernas”, “quedate quieta”– provocan cambios. Pero estos cambios, afortunadamente, no son definitivos, se pueden volver atrás. Pero, desde luego, son muy difíciles de reconocer si no se los trabaja. Entonces, acá hay una problemática que para mí es central que es cómo desarrollar, a partir de los cuerpos, sistemas psicofísicos y culturales, que permitan dar otras señales a nuestras corporeidades respecto de estas inhibiciones que tenemos. Y de una manera, naturalmente, no violenta, sino partiendo de un profundo amor propio que conduce, no hacia el odio por el otro, sino hacia el desarrollo de prácticas de autodefensa.
La violencia contra las mujeres, las personas feminizadas, las personas trans y les niñes, tiene efectos similares a los de los síndromes de estrés postraumático.
VG: Hacia allí querría orientar la próxima pregunta, ¿de qué se trata ese proyecto y esa práctica llamada de “autoconciencia combatiente feminista”?
AC: Es una práctica que he elaborado y desarrollado junto con muchas compañeras, que forma parte de la autodefensa feminista. Reconociendo el carácter sistémico y estructural de la violencia de género, no se puede pensar en enfrentarla solo con técnicas de defensa corporal en caso de ataque: hay que abordar primero a nuestro “enemigo introyectado”, es decir, al conjunto de creencias y hábitos que se han hecho carne en nuestros cuerpos, en nuestros comportamientos. Partiendo de la corpo-realidad de las singularidades, cada una diferente, pero a su vez unida a las demás por haber sufrido un proceso constante de inferiorización, la autoconciencia combativa propone transformar las dinámicas que originan y sostienen la violencia de género también a nivel cultural, social y político, contrarrestando de forma práctica y teórica la naturalización de la inferiorización de las subjetividades femeninas y feminizadas.
El término autoconciencia se refiere explícitamente a la práctica inaugurada en Italia por Carla Lonzi y desarrollada, con características diferentes, en muchos colectivos feministas. Al utilizar esta definición pretendemos enfatizar que el núcleo de la práctica es el aspecto de la autoconciencia, en un sentido que amplía la posibilidad de hacer hablar a nuestras realidades corporales: partiendo de sí, del propio cuerpomente, y pensando en relación a otras subjetividades inferiorizadas en el mythos de la fuerza viril, se entra en contacto con diversas inhibiciones que hemos introyectado por haber crecido en culturas patriarcales y sexistas, con la expresión de la propia afirmación, con la capacidad de defenderse, de relacionarse con corporalidades percibidas como “hegemónicas” sin sentirse aplastadas, silenciadas por ellas. Se trata de una práctica filosófica y combativa que parte de la superación del binarismo cuerpo/mente y se desarrolla como un proceso de descolonización de cuerpos-territorios inferiorizados. La práctica de la autoconciencia combativa también remonta su genealogía a la obra de la filósofa italiana Angela Putino, que había comprendido la importancia de redefinir un horizonte combatiente desde el punto de vista feminista, trabajando conjuntamente con la mente y con el cuerpo y en relación con otras mujeres: a tal fin, la producción textual rodeó y prolongó una serie de talleres dictados en los años ‘90 bajo el nombre de Esercizi spirituali per giovani guerriere. Allí se sostiene la necesidad de reescribir un nuevo mythos, en el que podamos reconocernos, sabiendo de cuántos tipos de fuerza podemos ser capaces.
En ese sentido, hay dos trabajos que fui haciendo. Por un lado, hice una reconstrucción histórica de las narrativas de las mujeres combatientes. ¿Es cierto que son una minoría en la historia? Es cierto, pero además de preguntarnos por qué son minorías, que es una pregunta central, también nos preguntamos: ¿Por qué no debería hablarse de ellas, o por qué debería hablarse solo de las mayorías? Si bien en las culturas patriarcales la guerra fue siempre monopolio masculino, en cada cultura había una minoría de mujeres que eran parte activa de las guerras: ahí hay algo para observar y poner en tensión. Esa experiencia del combate puede ser regular o irregular; puede ser en una guerra o en un deporte o en cualquier otro ámbito. Pero esta experiencia que parte de una subjetividad excluida cuenta una historia, ofrece una narración otra, diferente a la dominante. En suma, hace visible otro mythos, distinto al de la historia de la fuerza viril, que no sabía cómo verlas o que, más bien, necesitaba negarlas.
Cada vez que hablamos de mujeres combatientes creemos que es un fenómeno nuevo, o algo que es casi un mito, un fruto de la modernidad occidental, de las leyendas de un tiempo auroral. Sin embargo, recuperar una historicidad y reescribir estas genealogías es muy importante porque hace que nos enteremos de que no es así. Por el contrario, es una constante histórica, que, en tanto dato de la realidad social, encuentra su propio abordaje. Por otro lado, el otro elemento que para mí es fundamental, es la mitología, la mitopoiesis. La mitopoiesis es central para comprender el horizonte de sentido que orienta un pensamiento. Como interculturalista, trato de entender, antes del razonamiento lógico, cuáles son sus premisas.
Mi ambición era desafiar esta narrativa de la fuerza viril encarnada en cuerpos.
Y para eso tengo que entrar en el mythos, entendiendo este término como lo hacía Raimon Panikkar. El pensamiento del mythos es un pensamiento anterior, del cual el logos toma su forma de expresión. Yo hablo de la unidad mente-cuerpo, digo que nuestro cuerpo-territorio es una unidad en la cual se conservan ciertas memorias, incluso aquellas que llegan de generaciones muy anteriores. El cuerpo habla de estas historias, que se transmiten oralmente, pero también a través de los propios cuerpos. Por eso, las prácticas performativas son prácticas densas.
En concreto, mi ambición era desafiar esta narrativa de la fuerza viril encarnada en cuerpos, retomando y reescribiendo los mythos de la corporeidad combatiente femenina. Y para esto tenía que recopilar las leyendas de las diversas artes marciales creadas por mujeres, o que tienen a mujeres o personas no binarias como agentes. Pero, a la vez, entendiendo que la mitopoiesis es algo que se hace todo el tiempo. La dimensión continua del tiempo es algo que me enseñaron lxs vietnamitas: “Las heroínas y las combatientes nacen anteayer y se santifican pasado mañana”. Muy bonito. Si queríamos salir del mythos de la fuerza viril, teníamos que ser lo suficientemente valientes y ambiciosas como para hacer esta operación tan importante de escribir nuestra propia mitología, nuestro propio mythos a partir de esas experiencias. Era el único modo de irrumpir con fuerza en la linealidad de la historia.